lunes, noviembre 28, 2005

Rechiflado en mi tristeza

Hace algunos años atrás, en mi recurrente y aburridora manía de cantar y recantar las canciones que me gustan estaba ya comenzando a cansar a mis amigos, me pedían que dejara de cantar, o que por lo menos, cambiara la canción.
Creo que en esos momentos estaba pegado con algunos de los tangos que Pirincho Canaro me mostró en un casete robado al papá de un amigo.
Yo por ese entonces admiraba a Gardel, lo encontraba genial, pero no me atrevía a asegurar que fuera de la inmensa talla que muchos aseguraban que tenía.
Eso hasta que hice caso a mis amigos y optando por la segunda opción y negándome a dejar de cantar, cambié de tango.
Eché mano a las letras que conocía de memoria y me acorde de una del Morocho, esa que varios llaman el himno del despechado y que se transformó en la carta de amistad de Carlitos conmigo, nada más y nada menos que “Mano a mano”con música del Troesma y el Oriental, y letra de el Negro Cele.
La cantaba entusiasmado, repetía sus versos desafinadamente con emoción y poco a poco comencé a ponerle mayor énfasis a ciertas palabras, palabras que me resonaban como propias.
Debo reconocer que por ese entonces mordía el sabor amargo de quien es botado con traje nuevo, peinado y con una flor en la mano, y “Mano a Mano” me reivindicaba como ninguna otra.
Llegaba a mi casa y nuevamente “Mano a Mano” resonaba por los parlantes. Más de setenta años me separaban de esa grabación, pero allí estaba Carlitos con sus escobas refregándome en la cara todo lo que sentía, haciéndome lucir ridículo al pensar que mis penas (que creía tan particulares) la vivían miles y miles, millones y millones, pero también me ponían orgulloso; compartía algo con Gardel y en ese momento, él era mi interlocutor válido.
Esas tardes, que quizás no fueron muchas pero que yo agrando para decir que conocí la tristeza, me di cuenta por qué Gardel es quien es. Por qué ese muchacho regordete y sonriente, de rostro cálido y mirada alegre puede transformarse en el símbolo y el portavoz de la tristeza, la pena y la rabia.
No soy un perito en música, y creo que disto bastante en serlo, pero Gardel canta con pena, o como dijo el mismísimo Enrico Caruso “con una lágrima en la garganta”.
No queda más que seguir escudando a Gardel y desde la distancia del tiempo agradecerle a esa muchachita por haberme botado, y decirle “si precisás una ayuda, si te hace falta un consejo, acordate de este amigo que ha de jugarse el pellejo pa'ayudarte en lo que pueda cuando llegue la ocasión.”

lunes, noviembre 07, 2005

Luna en los Charcos

Nací, me crié y crecí en el sur de Chile. La lluvia fue compañera de decenas de días al año, y fue ella también quien fue curtiendo con su humedad mi temple y mis ganas.
Creo que la odié, y aun conservo algo de ese odio, aunque ya trasladado varios kilómetros al norte en donde el agua que cae es una broma blanca al lado de los litros que chocaban contra las ventanas de mi casa.
Si bien la lluvia es fuente de inspiración para muchos, como Katunga cuando cuenta “En su repiquetear la lluvia habla de ti”, creo que me distancio un poco de esa mirada romántica.
Me gusta la lluvia, la encuentro bonita, creo que tiene un sonido que es agradable, pero me cansa.
Se que ya se acerca el verano y es extemporáneo hablar de los chubascos, pero estoy leyendo Discepolín de Horacio Ferrer y Luis Sierra y se me viene a la cabeza quizás uno de los versos que más que conmovieron del clown triste de la inmensa nariz.
No son ni las desencantadas palabras de “Yira, Yira” y “Cambalache” ni el grito cargado de horror y furia de “Tormenta” o “Canción Desesperada” sino que una frasecilla casi escondida en la letra que le dio nueva vida a la melodía de Miguel Ángel Villoldo, “El Choclo”.
Se trata de “luna en los charcos” la frase que me recuerda a la lluvia y que hace que cobre un distinto sentido la caída intermitente de agua.
Una de las cosas que más me impresiona de Discepolo es su facilidad para lograr hacer una nueva lectura de cosas tan simples. Recuerdo cuando caminaba por la calles y veredas de mi pueblo luego de varios días de lluvia y, gracias a la ineficacia de vialidad me encontraba a cada rato con esos hoyos en medio del pavimento, esos que hacían tira los amortiguadores de los autos y mandaban a la cama a quienes los pisaban cuando se llenaban de agua.
En esos malditos y odiados hoyos no solo se reflejaba mi cara cuando me quedaba mirándolos, sino que también el único farol por cuadra que alumbraba a mi pueblo o la mismísima luna que viera Discepolo en la primera mitad del siglo del cambalache.
No me había dado cuenta quizás que el simple hecho de haber sido niño me comunica y me hace cómplice de lo que Discepolo sentía y me hace sentir a mi, y quizás a cuantos miles o millones más en el mundo.
No se si Enrique odiaba o amaba la lluvia, tal vez sentía lo mismo que siento yo al verla, pero si sé que a los dos nos gustaba mirar el espejo que dejaba en las pozas donde nítidamente se reflejaba la luna, sobre todo cuando estaba llena.
Se me vienen varias ideas a la cabeza pero particularmente una. Cuando digo que me gusta el tango siempre me preguntan lo mismo ¿Y, lo bailas? Y yo les respondo que no, que yo sólo lo escucho.